En el siglo XV, una de las centurias más sangrientas de la historia del Japón, apareció un arte más sereno dedicado a la búsqueda de la paz y la armonía: la ceremonia del té. Una ceremonia que supone el culto a la realidad, a la belleza simple, natural y despojada de lo que es imperfecto o asimétrico. El pabellón del té es una construcción de madera que se inspira en la simplicidad de las casas rurales.
Los materiales se escogen y reúnen con sumo cuidado, respetándose su estado y formas naturales. Tejado de paja, arquitectura ligera y descuido aparente en la simplicidad. Todo concurre en traducir la fugacidad del mundo material. Este aspecto efímero del pabellón del té se opone a la realidad del espíritu eterno. El puente es una corriente, el río no es una corriente.
El espacio interior de la casa del té está vacío y contiene muy pocos objetos que expresan la sensibilidad estética del momento. Ausencia de sonidos, colores y movimientos. Se procura conservar una armonía sutil.
El invitado es un elemento esencial en la construcción de la atmósfera. De la búsqueda de la perfección, más que de la inaccesible perfección misma, nacen los rasgos de dulzura y bienestar.
El huésped prepara la ceremonia durante dos horas, observando un ritual tan importante como el del té mismo.
Los invitados cruzan un umbral de la puerta que no mide más de un metro de altura. Para ello deben inclinarse, un signo de humildad y gratitud. Las armas deben quedar fuera de este santuario, bajo el alero.
Cada movimiento de la ceremonia se efectúa ahorrando gestos innecesarios y con gran precisión. Su cumplimiento es una meditación profunda que instaura una comunión entre los participantes. En este intercambio dominado por la intuición, toda palabra es superflua. Reina la paz y el silencio. Huésped e invitados comparten en el mismo instante y espacio el segundo de eternidad contenido en una taza de té.
El aroma del te impregna el aire y el instante. Quizas sea el último encuentro. Quizas mañana llega la muerte. Quien podria suponer la intensidad de esta comunión espiritual que solo puede turbar el agua hrviente. Envueltos en el silencio, estos ruidos son ecos q emanan del universo. Huésped e invitado dejan el vacio y la calma de la habitación, recojen sus armas y se dirigen hacia el campo de batalla. Pronto oiran los gemidos de heridos y moribundos. El aire estará cargado con el olor acre de la muerte. Sus ojos presenciaran el rostro sufriente del enemigo ensangrentado, cubierto de sudor y polvo. Cara a cara, se encontrarán con el infierno.
En esta época de guerras permanentes la taza de té compartida era un símbolo de vida, su aroma evocaba un momento de suspenso en el tiempo, en la eternidad. El recuerdo de este instante de paz infinita se prolongaba en el espiritu del guerrero. Simbolizaba el encuentro y la separacion, la alegria y la amargura. No importa la duracion de la vida. Si en verdad no se trata mas que de un segundo que la mente renueva constantemente. Ichi go Ichi e.
Los materiales se escogen y reúnen con sumo cuidado, respetándose su estado y formas naturales. Tejado de paja, arquitectura ligera y descuido aparente en la simplicidad. Todo concurre en traducir la fugacidad del mundo material. Este aspecto efímero del pabellón del té se opone a la realidad del espíritu eterno. El puente es una corriente, el río no es una corriente.
El espacio interior de la casa del té está vacío y contiene muy pocos objetos que expresan la sensibilidad estética del momento. Ausencia de sonidos, colores y movimientos. Se procura conservar una armonía sutil.
El invitado es un elemento esencial en la construcción de la atmósfera. De la búsqueda de la perfección, más que de la inaccesible perfección misma, nacen los rasgos de dulzura y bienestar.
El huésped prepara la ceremonia durante dos horas, observando un ritual tan importante como el del té mismo.
Los invitados cruzan un umbral de la puerta que no mide más de un metro de altura. Para ello deben inclinarse, un signo de humildad y gratitud. Las armas deben quedar fuera de este santuario, bajo el alero.
Cada movimiento de la ceremonia se efectúa ahorrando gestos innecesarios y con gran precisión. Su cumplimiento es una meditación profunda que instaura una comunión entre los participantes. En este intercambio dominado por la intuición, toda palabra es superflua. Reina la paz y el silencio. Huésped e invitados comparten en el mismo instante y espacio el segundo de eternidad contenido en una taza de té.
El aroma del te impregna el aire y el instante. Quizas sea el último encuentro. Quizas mañana llega la muerte. Quien podria suponer la intensidad de esta comunión espiritual que solo puede turbar el agua hrviente. Envueltos en el silencio, estos ruidos son ecos q emanan del universo. Huésped e invitado dejan el vacio y la calma de la habitación, recojen sus armas y se dirigen hacia el campo de batalla. Pronto oiran los gemidos de heridos y moribundos. El aire estará cargado con el olor acre de la muerte. Sus ojos presenciaran el rostro sufriente del enemigo ensangrentado, cubierto de sudor y polvo. Cara a cara, se encontrarán con el infierno.
En esta época de guerras permanentes la taza de té compartida era un símbolo de vida, su aroma evocaba un momento de suspenso en el tiempo, en la eternidad. El recuerdo de este instante de paz infinita se prolongaba en el espiritu del guerrero. Simbolizaba el encuentro y la separacion, la alegria y la amargura. No importa la duracion de la vida. Si en verdad no se trata mas que de un segundo que la mente renueva constantemente. Ichi go Ichi e.
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